lunes, 29 de abril de 2013

LA IGLESIA Y LA SINAGOGA


Ratzinger de sangre judía
De algunos años a esta parte, entre las novedades de todas clases y las revoluciones políticas y religiosas que con tanta frecuencia han agitado a Europa, se ha visto nacer en medio de las naciones cristianas, un interés en favor de la Sinagoga de que no hay ejemplo en el trascurso de los diez y ocho siglos precedentes. No sólo todo lo que se practicaba por este pueblo abandonado de Dios, sino toda la conducta real o supuesta de los cristianos para con los judíos, ha sido, en diferentes ocasiones, el tema favorito de la filosofía, de la política y del periodismo. Todos hablan de esta nación; todos fijan sus miradas en ella, y tratan de despertar en los ánimos sentimientos de conmiseración en su favor. Tan lejos se ha ido en esta vía de humanidad y de simpatía, que no ha faltado quien deplore y vitupere sin reserva los sabios reglamentos de la Iglesia, con respecto a los judíos, y considere estos reglamentos como injustos, bárbaros e indignos del nombre cristiano.

Paulo VI usando el Efod judío
No parece sino que ya no es el pueblo deicida y réprobo y de duro entendimiento; que ya no es la nación obstinada en su ceguedad; que ya no es la Sinagoga de Satanás, la que en el vocabulario común se conoce bajo el nombre de hebreos, judíos, pérfidos, enemigos de la Cruz, como los llamaba el Salvador, y después de Él su santa Iglesia. Hoy se la designa con una nomenclatura nueva, de títulos honoríficos y pomposos; como congregación israelita, pueblo de Israel, nación ilustre, raza privilegiada, digna de elogios; sin ninguna distinción de épocas ni circunstancias; y por doquiera se la reconoce perfectamente digna de todas las prerrogativas de que goza la sociedad cristiana, hasta el punto de poder sentarse en los consejos de los príncipes fieles, y tomar parte en la dirección de los intereses públicos

Bergoglio festejando con los judíos
Si así es, razonaba yo, nuestros abuelos se equivocaron: luego la Iglesia se equivocó también en las medidas que tomó contra las máximas y los actos de la antigua Sinagoga; luego la Iglesia y el magistrado cristiano que obraban en conformidad con las leyes canónicas, cometieron palpables injusticias, reprimiendo y castigando las tendencias de la Sinagoga. En el tumulto de estos pensamientos que agitaban mi espíritu, me asía a la fe católica y me decía: “no, no; la Iglesia no ha podido incurrir en error: no, jamás pudo ser invadida por las preocupaciones, el egoísmo y el odio.” Y añadía: “reduzcamos a la nada las acusaciones y las invectivas que se atreven a formular contra las constituciones eclesiásticas. Mostremos al mundo entero que la razón estuvo siempre de parte de la Iglesia y no de la Sinagoga, que de todo fue causa la perfidia de los judíos, y que si tuvieron que sufrir vejaciones en los tiempos pasados, a ellos mismos deben imputar la culpa y no al cristianismo.

Wojtyla también de madre judía
El objeto principal de mi trabajo, es, pues, la defensa de Iglesia, de sus cánones, de su conducta con respecto a los judíos; conducta motivada por sus máximas y por los hechos que de ellas se derivan.

En fin: para que en este trabajo haya orden y claridad, me limitaré a dos cosas: a dar, primero, una exposición exacta y sucinta de las máximas esparcidas en los libros de la Sinagoga, y adoptadas por ella desde los tiempos de Nuestro Señor Jesucristo: a presentar en seguida una relación abreviada de los hechos que fueron la consecuencia de aquellas máximas. Espero que este plan, si yo no me engaño, tendrá la ventaja de ofrecer el resumen de la cuestión bajo su verdadero aspecto, y el desenvolvimiento que naturalmente debe tener: espero sobre todo, que se disiparán las dudas sobre muchos acontecimientos que hombres de buena fe titubeaban en admitir, no teniendo suficientes razones para imputar tales crímenes a la Sinagoga, e ignorando las preocupaciones que se alimentaban en el espíritu obcecado de un pueblo desgraciadamente abandonado de Dios a causa de su infidelidad.

Los judíos han de considerar que la Iglesia tenía fortísimas razones para mantenerse en guardia contra esta perversa nación, y reprimir por las armas las sediciones promovidas por los judíos en diferentes Estados. Deberán además convencerse de que, en la mayor parte de las luchas renovadas sin cesar, la iniciativa ha venido de los judíos cuya felonía provocaba a los cristianos. Comprenderán en fi n lo que la sana razón exige de ellos: que se pregunten seriamente si la indiferencia les es permitida, y si pueden continuar viviendo en la Sinagoga, cuando toda su historia presenta a la nación judía evidentemente abandonada del Dios que en otro tiempo la bendijo, la protegió y la colmó de pruebas de su más tierna predilección. (Autor L. Rupert)

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